sábado, 3 de noviembre de 2012

Noches ajenas.

Era una noche azul, una oportunidad oscura de volver a inventarse. No importaba si acudías sola a aquel lugar, sólo se exigía venir sin miedo. Si lograbas romper el hielo de sus comisuras ya no había vuelta atrás. Era cuestión de improvisar, de no sonreír demasiado, ni sentir demasiado. Desde que entrabas por la puerta no estaba permitido tocar más que con la mirada, había riesgo a perderse. Existían dos tipos de pulseras, a la entrada te asignaban un color dependiendo de tus expectativas. Una vez dentro si alguien coincidía con tus sueños, se te permitía arreglar su sonrisa. A pesar de compartir sonrisas, no se permitían promesas, ni nuncas, ni siempres. Se trataba de atreverse, de volcar todo lo que tenías dentro en un desconocido y esperar que no te decepcionara, al menos por una noche. Si tenías la suerte -o la desgracia- de enamorarte, no surgían obligaciones más allá de compartir el amanecer. Nunca había que olvidar que a la mañana se acababan los sueños, que había que despertar, pero no por ello había que privarse. Y cuando salía el sol, no había riesgo de despertar en camas ajenas, en brazos ajenos, con un amor ajeno.

3 comentarios: